La sintonía con la vida es un hecho natural. Proviene de reconocer lo que hay, de ver las cosas como son.
¿Y qué es un ser humano? El hijo de su padre y de su madre, los haya conocido o no, estén vivos o estén muertos. Es una evidencia, tan simple que parece una perogrullada decirlo. Las cosas esenciales suelen ser simples.
El padre y la madre engendraron una vida a la que se llamó hijo o hija. Un hijo o una hija es una vida concebida por unos padres. Todo ser humano es hijo, por tanto es vida.
Reconocernos como hijo o hija de nuestros padres, simultáneamente nos hace reconocernos como vida engendrada por ellos. Somos una vida, con su principio y su fin. Somos vida, hasta que llegue la muerte. Reconocernos como “hijo de” nos sintoniza con la vida, somos la vida misma.
Y cuando llega la muerte, la filiación permanece y se transmite genéticamente a todos los descendientes. Soy “hijo de” me hace pertenecer para siempre. En la vida y en la muerte seguiré siendo “hijo de”.
Las actuaciones y vivencias emocionales de la persona se memorizan en los genes de los familiares vivos de un modo particularmente intenso en el momento de la muerte a la vez que la energía vuelve a su primer estado, anterior a la concepción. La energía pierde la densidad de la vida humana, recobrando su primera vibración.
Soy “hijo o hija de” significa que por ahora soy una vida, soy vida. De un modo natural soy vida, mientras esté vivo. No necesito buscar la vida más allá de mí. Soy vida, y ¿Dónde reconozco esta vida? En el instante presente, soy vida ahora. Soy ahora.
Uno está en sintonía con la vida, cuando acepta o reconoce ser hijo de sus padres.
La extraordinaria fuerza de la concepción nos transforma en energía de vida. Energía de hijo es energía de vida. Soy la vida creada por los padres, soy vida.
En mi todo el pasado se ordena y toda mi fuerza vive en el momento presente, dirigida hacia el futuro.
Reconocerme como “hijo o hija de” me sintoniza simultaneamente con la vida y con Algo más grande. Permite que nuestra vida fluya espontáneamente en el respeto de la jerarquía natural, de la pertenencia y del equilibrio entre dar y recibir.
En efecto, soy “hijo o hija de” me coloca en mi lugar y me permite pertenecer.
Reconocer que soy “hijo o hija de” me impulsa a vivir y ayudar a vivir. No puedo no hacerlo, mi deuda hacia mis padres es tan grande que sólo puedo querer vivir la vida regalada por ellos y ayudar a los demás a vivir. Así, de un modo instintivo equilibro lo que recibí de mis padres con mis ganas de vivir y lo que doy a mi entorno.
No reconocernos como “hijo o hija de” tiene como consecuencia inmediata cortarnos de la vida y de su fuerza. Nos corta del respeto instintiva de los Órdenes del amor.
En efecto, no reconocerme como “hijo o hija de” es causa o consecuencia de mi rechazo de la jerarquía natural.
No reconocerme como “hijo o hija de” me aleja de mi grupo de pertenencia, provocando en mi exclusión de otros y de mí misma.
No reconocerme como “hijo o hija de” me impide desear devolver la vida recibida de mis padres. No puedo cumplir con “el equilibrio entre dar y recibir”.
Sólo reconocemos los órdenes del amor por la consecuencia dolorosa de su transgresión. Como dice Bert Hellinger, sólo conocemos los órdenes del amor por sus efectos. Si hemos tomado a nuestros padres, estos órdenes son respetados de un modo implícito. Es el rechazo a los padres, por ende a la vida como es, lo que provoca los desórdenes y la necesidad de conocer estos órdenes del amor.
Reconocernos como hijo o hija nos sintoniza con la vida. Sintonía que nos permite fluir con los órdenes del amor. Porque esta sintonía es la matriz de los órdenes en el amor.
Brigitte Champetier de Ribes