El adiós a Dios

¿Acaso somos capaces de despedirnos de Dios? ¿Tenemos permiso para eso? ¿Qué queda de nosotros, si lo hacemos? Por cierto, ¡cuántas generaciones le han rezado con fervor! ¡Cuántas lo han temido! ¡Cuántas le han sacrificado sus vidas! ¡Cuántas han querido pacificarlo y despertar su merced! Cuántos himnos devotos le han cantado, que aun ahora nos llegan al corazón. Cuántos domos suntuosos han edificado por él, donde se reunían y donde lo alababan.

Si nos despedimos de él, ¿dónde acabaremos? ¿En qué soledad, en qué vacío? Por cierto, es un despedir de imágenes, que son humanas y nada más que humanas. Es un despedir de imágenes que se originan en nuestra infancia. Incluso los sentimientos nobles despertados en nosotros por estas imágenes, que nos elevan y nos llevan a la dedicación y al respeto, son miedos de niño y deseos inocentes de niño. Nos hacen infantiles y nos mantienen en el estado de niños, vulnerables, temerosos, abandonados, amenazados. Son sentimientos de temor y temblor.

¿Cuándo y cómo experimentamos estos sentimientos de la manera más profunda, increíblemente angustiadora? Pues, cuando nos imaginamos el despido de estas imágenes de Dios, un despido para siempre. Después, ¿qué queda de nosotros? Porque, si lo tememos a Dios, por lo menos lo tenemos. Sin él, ¿adónde nos perdemos, abandonados a nuestra suerte, solos y vacíos?

Nos abrimos al secreto contenido en nosotros, que en cada momento nos mantiene en la vida, tal como somos. Ese secreto permanece en un estado de entrega, sin juicio para orientarse, porque nos quiere tal como somos. ¿Acaso en nosotros hay algo que esté separado de él, y que nos aleja de él?

Percibimos este secreto como una fuerza creadora dentro de nosotros, en todo lo que nos permite estar, directamente movidos por él, sin impulso del exterior, desde nuestro interior, acompañándonos en cada instante de manera creativa, hacia un renuevo eterno, constante avanzar: en progresión.

¿Acaso, a la hora de abarcarnos en su movimiento, tolera esta fuerza las imágenes que nos enseñan el temor? ¿No es ella, en cada momento, nuestra mayor experiencia posible del amor? ¿Y no es la dedicación a ella la verdadera y más profunda experiencia de vida?

Y sin embargo, incluso lo que he tentado describir y señalar aquí es una imagen humana. ¿Qué apoyo nos queda pues, al que nos podamos sujetar? Nada. Sólo la pura noche y el vacío.

La fuerza está, y no está. Nos atrae, sin que la podamos alcanzar. En ella resucitamos de entre los muertos, en permanencia, vacíos, purificados hasta lo último, sin nombre, sin movimientos infinitamente quietos, respetuosamente quietos, luz de una luz, reflejados, imagen de su imagen, transparentes, eco creador, puro sin límite, infinitamente uno.

Bert Hellinger

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